Una inmensa sensación de calor recorrió mi cuerpo. Me dirigía hacia... bueno, en realidad eso no importaba. El Sol me daba en la cara; me sentía muy a gusto. Montada en mi bici, pedaleando a un ritmo incierto mientras la música que penetraba en mis oídos complementaba esas buenas vibraciones que desesperadamente no dejaban de rebotar por dentro de mí.
Me sentía llena, por unos instantes era feliz. Yo era todo y todo lo demás era lo de menos.
Ocurrió hace más de un mes. Me acostumbré a ese buen hábito que dejó de ser extraordinario para volverse rutinario, templado, insípido; y yo escéptica. El sol se convirtió en una nimiedad, un transeunte diurno, un vecino al que por educación saludas con un mero gesto de cabeza. La música seguía sonando, pero al atravesar los timpanos producía el mismo efecto que el silencio.
El efecto placebo había pasado.
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